Amparo Sard – «El peso de la aberración»
Un proyecto comisariado por Fernando Gómez de la Cuesta
DA2 – Salamanca / julio 2021 – enero 2022
Amparo Sard hace tiempo que se pregunta sobre dónde está el alma de todo aquello que aparece ante nuestros ojos, sobre cuál es la trascendencia de esas imágenes que tenemos justo delante, unas dudas pertinentes que la llevaron a iniciar un camino lleno de búsquedas y de hallazgos en el que las acciones de transitar y de sentir son mucho más importantes que el acto de encontrar. Dice la artista que estamos ubicados en un punto tan extraño como apasionante, en un instante crítico provocado por una insensibilidad superlativa que nos está quebrando como sociedad y haciéndonos peligrar como especie. Ella, que nunca ha podido trabajar desde la evidencia, instala su investigación en esta incertidumbre actual, en esos lugares imprecisos, difícilmente comprensibles, donde los conceptos más consolidados e imperativos pierden su jerarquía, su seguridad y su firmeza.
Esa insensibilidad es el efecto más claro de este devenir contemporáneo que nos ha llevado hasta el punto crítico donde ahora nos hallamos. Dice Virilio que el poder de los mass-media y de la globalización produce una “sincronización de las emociones” que, entre muchas otras cuestiones, nos provoca una distorsión igualadora de la realidad, unas reacciones precarias que generan esa anestesia emocional que nos está abocando a un nuevo y descomunal naufragio. Se puede entrever que algo inquietante aflora bajo esa capa epidérmica en la que la mirada y el entendimiento contemporáneos quedan atrapados por un interés fingido, por una solidaridad falsa e impuesta que ha sido inducida por el exceso de información manipulada que padecemos, por esa belleza ensimismada y alienante que poseen todas aquellas imágenes adulteradas, falseadas y corruptas que comparecen ubicadas en una apariencia de realidad que solo brilla a la luz de las nuevas tecnologías. Un espejismo que no es más que el reflejo sobre un muro de cristal líquido de unos iconos que pierden su sentido gracias a su reproducción hasta la náusea.
Pero este misterio que subyace puede convertirse en revelación ante el sobrecogimiento que provoca lo sublime, ante aquello que nos atrae y que nos repele a partes iguales, ante el caos, la desmesura y lo inefable, ante lo inasible, lo insondable y lo incontrolable. Como una carcasa que se va quedando sin su contenido, el propio cuerpo de la artista va sufriendo este proceso de vaciamiento, de trepanación, donde los órganos se convierten en una masa abyecta y los huesos se pulverizan, donde ella aparece atravesada por la nada más absoluta, fagocitada por una materia interna que ha entrado en descomposición, una putrefacción de su cuerpo que perfora el dibujo de la carne para transformarse, no ya en una herida, sino en la memoria de una imagen, en un acceso que conecta con todo aquello que permanece en el más allá, en el más adentro. El peso de la aberración es como la carga de la carne muerta sobre nuestras espaldas, como el lastre de las emociones sobre nuestra conciencia, una enorme instalación, un increíble autorretrato, que actúa como una metáfora inquietante de estos tiempos convulsos y extraños.
La exposición empieza con una serie de papeles blancos agujereados, traspasados, cuyas imágenes muestran una narrativa lineal donde la auto-representación convierte a la artista en protagonista de la historia, de su historia, de las historias. En esos dibujos, donde la figura de la propia Sard es atravesada, se comienza a vislumbrar una nueva dimensión que pretende alejarse del tiempo y de la materialidad conocidos para abordar una percepción más ignota y profunda: aquella que reside en la intuición y en la emoción. El soporte se deforma a la vez que transmutan las imágenes que contiene, generando una tensión que nos obliga a prestar toda nuestra atención, ya no nos vale esa mirada superficial que se basa en la comodidad de un acuerdo indolente de mínimos, lo que tenemos delante es algo tan poco convencional que requiere de otro tipo de esfuerzo. Estas obras representan el inicio del cambio de paradigma ante el que nos encontramos, un nuevo camino que se sitúa frente a nosotros y que deberemos recorrer mientras experimentamos todo aquello que nos ofrece, conociendo del desconcierto, del error, de la mutación y de la tensión.
Un desconcierto, una tensión, que brota de la obra de Sard a partir de la información inabarcable y desconocida que sus piezas aportan, de los tamaños desproporcionados de algunas de sus esculturas, de la confusión que genera el no saber si nos encontramos frente a algo vivo, ante un objeto inerte o un ser muerto. La alteración que provoca la deformidad se expande hasta hacernos cambiar de dimensión, hasta conseguir que penetremos en esa otra zona de percepción inquietante que nos hará reaccionar, que detestaremos tanto como amaremos, que nos emocionará y nos removerá. Amparo Sard siente que, de ojos para afuera, cualquier cosa puede ser falsa: unas representaciones dudosas que no le sirven para transmitir su verdad. Es entonces cuando la artista dirige su mirada hacia el interior, recurriendo a unas imágenes que despiertan la intuición, las emociones profundas, unas obras ciertas creadas con la tensión y con el estímulo que se produce al estar frente al desconcierto y la perturbación.
Los artistas son seres ultrasensibles que necesitan comprender su entorno para desarrollarse. Es precisamente este análisis atento en busca del entendimiento y el carácter introspectivo del acto creativo, lo que les hace recuperar la calma ante la ansiedad que les provoca la incertidumbre que les rodea. “Es un proceso”, dice Sard, “donde el autor aporta toda su honestidad, toda su verdad. Es cierto que dicho así puede parecer un planteamiento demasiado subjetivo o personal, pero no resulta difícil comprender la importancia del vínculo que se establece con el alma para que una obra cobre sentido: el alma es lo que mueve al artista y lo que trasciende al espectador”. Entre tanta impostura, entre tanta falsedad, entre tanta imagen tambaleante, el creador intenta que su mensaje, sea cual sea, consiga trascender.
Pero el término trascendencia es denostado por gran parte del arte actual, una mochila demasiado pesada para poder hablar de ella con total libertad. Amparo Sard, sin embargo, no transige con estas convenciones y recurre a este concepto de una forma desacomplejada para articular una teoría de la imagen en la que sigue habiendo alma, en la que continúa existiendo una transmisión de esa trascendencia que establece una comunicación real entre el artista y el espectador, un diálogo sobre eso que despierta la atención común. El problema -o la maravilla- es que aquello que mantiene ese interés compartido va evolucionando con el paso del tiempo, a veces de una manera sincrónica y en otras absolutamente desacompasada. Sard nos explica que “en la tradición filosófica occidental hay una definición del concepto de trascendencia que supone ir más allá del punto de referencia. Trascender significa sobresalir, pero también pasar de dentro a fuera, superando la limitación o la clausura”. Unas fronteras que van siendo modificadas por la actuación del ser humano, por la acción de esas personas que van recorriendo los nuevos caminos que abren todos aquellos artistas que poseen la sabiduría y la intuición necesarias.
La imparable revolución tecnológica que disfrutamos tanto como padecemos es una de esas derivas actuales que marca las coordenadas entre las que nos desenvolvemos. Es cierto que el ser humano aprende, asume y evoluciona hacia nuevos horizontes de percepción, mientras que el creador, con esa extrema sensibilidad que posee, percibe estos cambios y los adapta a su propia obra. Como indica Sard: “el artista analiza y expresa los desplazamientos que ha ido sufriendo aquello que importa, contribuyendo de manera esencial al cambio de paradigma”. Pero la llegada de estos nuevos medios ha incorporado una velocidad frenética que ha generado el abismo de descontrol en el que ahora andamos sumidos. “Está claro”, añade la creadora, “que en estos momentos tenemos que tomar decisiones rápidas, debemos actuar lo antes posible y, si nos equivocamos, corregir con la misma velocidad, sobre la marcha. Se trata de una consecuencia lógica de la adaptación a esta época que estamos viviendo. La intuición es una de las pocas maneras de reaccionar de forma efectiva en medio de la vorágine, una opción posible para que nuestra decisión sea acertada en esta frenética y necesaria detección de lo incierto, una de las escasas posibilidades reales de decidir adecuadamente lo que de verdad importa”.
Porque ahora, para dirigir nuestro camino, lo útil es detectar el error, la anomalía, lo extraño, lo ajeno o lo impropio. En estos tiempos vertiginosos el mecanismo que mejor los percibe es la intuición, el más rápido y el más fiable. Solo paramos, solo salimos del torbellino y analizamos lo sucedido, cuando detectamos ese fallo. Dice Sard que “es como leer entre líneas pero con las emociones. No se trata de una narrativa continua sino de saltar de error en error, un método que deja huecos vacíos de información y convierte la lectura en transversal. La acumulación de datos a la que estamos sometidos nos obliga a ello, a desarrollar un análisis que funciona de manera similar a como opera una instalación artística, creando puentes entre un elemento y otro. Lo que en literatura se llama intertextualidad”.
Este relato, esta manera de expresar, de comunicar, de contar, está sufriendo una gran expansión en base al carácter acumulativo del dispositivo empleado: la mencionada instalación. Un medio que proporciona los necesarios cortes transversales para su lectura, unas secciones que pueden aparecer en forma de referencias a otros componentes, a otras obras, a otros textos, a otros tiempos, a otras historias. La dilatación del espacio que estamos percibiendo desemboca en la ampliación de estas instalaciones artísticas, haciéndonos llegar a la conclusión de que experimentarlas puede suponer una experiencia introspectiva, una nueva manera de leer en la que la metáfora se nos presenta como el recurso adecuado para abrir el camino hacia esa dimensión más enfocada en lo sensorial.
Es por este motivo por el que Amparo Sard siempre se ha interesado por ese concepto de siniestro que da vueltas alrededor de la belleza conocida. Partiendo de una perspectiva más ética que estética, aunque sin renunciar a las formas que le dan sentido, la artista establece su territorio de análisis en las emociones del alma, recurriendo a una experiencia introspectiva que nos dirige inevitablemente hacia el psicoanálisis, pero también hacia todo aquello que hemos vivido y que nos sirve para poder comprobar, desde nuestro propio conocimiento, lo que es verdad. Para ello tiene una importancia fundamental el error, ya que es el principal indicador de que algo ha mutado, de que algo ha dejado de ser como debería ser, un cambio que se traduce en tensión, en una tensión que será mayor cuanto más grande sea la falta de información que poseemos. La materia va cambiando mientras supera a la imagen (re)conocida, incorporando deformidad, generando nuevas y sorprendentes dimensiones o conceptos y composiciones incomprensibles. Como muy bien explica Sard: “es como si aquello que trasciende hubiera pasado de una imagen-símbolo, que solo la entienden los humanos, a una imagen-signo que también es entendida por los animales: un olor, un grito, una sonrisa, una caricia”. Este regreso a lo esencial, a lo intuitivo, a lo atávico como forma de sobrevivir al caos ecosocial y a la desesperación tecnológica, es la causa por la que Amparo Sard soporta, por nosotros y sobre sus espaldas, todo El peso de la aberración.